El hombre más grande

29 Abril 2014

Y por qué tenía que estar despierto, se decía el anciano, pensó de por qué ya a sus sesenta años el Ser que se deshacía de los vivos aún no lo encontraba. Todo había estado en orden, sus datos se los había dado infinidad de veces a esas señoras que decían que el trabajo social era lo suyo.

Eltor Ortega >
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Y mientras estaba tirado en el suelo, sucio, con la mugre pegada a sus pies descalzos. Mientras su blanca barba caía desde sus labios como una cascada en un continente aún por descubrir. Mientras se restregaba los ojos llenos de legañas con esos pequeños dedos que se quemaban cada noche al intentar prender la fogata que lo mantenía tibio. Mientras intentaba ponerse de pie, cosa difícil gracias a las botellas casi vacías de cerveza que le acompañaban, oía a la gran bestia sobre sí. Un monstruo inmenso que ahuyentaba a todos y que le había despertado de su sueño que él quería estirar por siempre.

Y por qué tenía que estar despierto, se decía el anciano, pensó de por qué ya a sus sesenta años el Ser que se deshacía de los vivos aún no lo encontraba. Todo había estado en orden, sus datos se los había dado infinidad de veces a esas señoras desagradables que decían que el trabajo social era lo suyo, señoras que oscuramente trabajaban para ese Ser. 

Todo el mundo que paseaba por las noches por la costanera podía verlo, olerlo e insultarle. ¡Vamos!, si se encontrasen con el Ser en la esquina preguntando por él todos felices lo apuntarían con el dedo, porque al final, el anciano no hacía más que ensuciar una buena playa, detener el hermoseamiento de la costa, no podía la ciudad transformarse en destino turístico con él ahí estorbando con su sucia carpa y sus amigos 

Y de pronto recordó, como cada noche, a sus hijos que no lo querían, sus hijos que habían decidido apartarse de él porque no veían en ese tipo de larga barba un padre. Nunca lo vieron. Por más que intentó e intentó sacrificarse por ellos, por más que se llenó los pulmones de polvos mineros veinte días al mes, por más que les tuvo a ellos en los mejores colegios que cualquiera podría pagar, por más que instaba a la señora María que le sirviera los mejores almuerzos; nada de eso sirvió. Esos ingratos al final le reclamaban su ausencia, el haber dejado a mamá por una linda mujer de otra ciudad, no haber ido a los actos de sus colegios caros.
Le habían abandonado a su suerte. Sin dinero. Sin nada. Sin su cabeza. Sin la calma mental que tienen los avispados. Pero en el fondo de esa tormenta neuronal, en la base de ese descalabro de ideas, sabía que se habían abandonado mutuamente. Él dejó de buscarlos. No hizo caso de codiciosos psiquiatras ni malos psicólogos; prefirió el autocuidado. Como un niño se hizo cargo de sí, y como todo niño se perdió porque creía que todo era un juego. 

Y parado ya, frente a la bestia, se reconoció como un fracaso. Un fracaso como padre. Un fracaso como esposo. Un fracaso como persona. Un fracaso porque fue, es y será un cobarde.

Y se sentía un fracaso no por no tener éxito o por ser mejor que otro. Cosa que lo había logrado cuando comparaba su sueldo con los de sus mejores amigos que también lo habían dejado a su suerte. Era un fracaso porque sentía que su alma, aquella cosa de la que hablaban los curas y pastores en púlpitos de oro, se burlaba de él. Le hacía sentir peor, le hacía mirar hacia atrás. Pero ya no importaba. Qué importa hoy eso, gritaban sus entrañas. Él estaba ahí, solo, un par de perros que había adoptado le miraban.

¡Qué importa!, se dio cuenta. Porque la vida es eso. La vida es darse cuenta que nada importa.

Y recordando a sus hijos, odiándolos y amándolos a la vez. Odiándose a sí mismo más que antes tomó una botella de cerveza y la golpeó contra una pierda. Haría frente al gigante monstruoso que espantaba a todos con su espada. Su nueva espada.

Y mientras las alarmas de tsunami rugían, chillaban, aullaban. El anciano se paró frente a ella y su base de metal:

- ¡Ven hijo de puta! – gritó – ¡ven aquí!

Y empuñó como nunca su espada.

Esa noche, frente al monstruo de metal que avisaba olas grandes fue el hombre más valiente del planeta.