Ratita y la papa frita

Ratita y la papa frita

24 Julio 2014

Parecía en trance, porque sabido es que las ratas no pueden tener más de un pensamiento a la vez y ratita Señora Tremebunda estaba en eso. Pensaba sólo en eso. Lo que es molesto, ya que, ratita acaba de olvidar el porqué de sus ansias por cruzar la calle...

Eltor Ortega >
authenticated user

La ratita corría de aquí para allá, de allá para acá. La ratita trepaba muros y se deslizaba por tubos. Ratita era feliz; como toda rata.

La ratita Señora Tremebunda era como le gritaban los yecos desde lo alto, colgados a las nubes, nubes de hipnótico color blanco. Hipnótico porque les hacía volar en círculos perfectos y ellos no se daban cuenta, pensaba la Señora Tremebunda mientras se frotaba sus manitas con mirada fija hacia arriba.

Acompañamos a la Señora Tremebunda por su viaje sin destino. Las calles adornadas de olores, pintarrajeadas por el hedor de las papas fritas que por años han vagado delineando caminos y senderos. La avenida Papa Frita, larga y ancha y llena de animales con un corazón metálico rugiente y humeante, la ratita Señora Tremebunda teme, no sabe si cruzar o no al otro extremo de su camino sin final, si bien desde pequeña ratita ha cruzado la avenida Papa Frita, siempre teme terminar como su madre, la Doña rata Olgabunda, que de porfiada, cruzó sin atender a precauciones hechas por su propia madre, la abuela Irmabunda, siguiendo el lascivo olor de unas empanadas recién podridas – allá, lejos, en el pasaje Aceituna Podrida –, e impulsiva, patita tras patita, corrió hasta que las grandes patas circulares de las bestias humeantes le aplastó dos veces. Comida para el clan de las palomas.

Recordaba Señora Tremebunda. Las ideas poblaban su pequeño cerebro y lo repletaban, lo hinchaban. Parecía en trance, porque sabido es que las ratas no pueden tener más de un pensamiento a la vez y ratita Señora Tremebunda estaba en eso. Pensaba sólo en eso. Lo que es molesto, ya que, ratita acaba de olvidar el porqué de sus ansias por cruzar la calle. Pero dejemos a aquella buena señora inundada de su pensamiento único.

En el otro lado de la calzada de la avenida Papa Frita, había otro actor, otro sujeto que espera ansioso por nuestra atención. Otra ratita, perdón, rata. Que no le gustan los diminutivos. Don Rata Euslaquio. Don Rata Euslaquio, ahí, parado en dos patas como aquellos seres grandes que también se mueven en dos patas y que usan trajes largos y otros ajustados, que sólo abrigan con pelaje sus cabezas. Cosa rara siempre ha pensado Don Rata Euslaquio, pero bueno, el mundo está hecho para todos, se dice. Para ratas y seres en dos patas, se repite. Don Rata Euslaquio puede oler – lo huele hace horas – la avenida está cambiando su diseño, su arquitectura, sus cimientos que conoció de pequeño. Una ola, un tsunami de olores, de grasa que cae en forma de gotas de lluvia en el piso; grasa acumulada por quién sabe qué comidas. Grasa de algún muerto en extrañas circunstancias y que sirve para rellenar las panzas de cuanto caminante le estorba la vista. Porque la avenida, como siempre en cualquier momento en que el sol reina, está llena de seres que se deslizan, se apuran de un lado a otro, haciendo el trabajo de Don Rata Euslaquio trabajoso. Y Dios, que a las ratas no les gusta el trabajo.

Y ahí estaba, moviendo su nariz milimétricamente, apuntando con eficacia el telescopio de olores que tenía incorporado justo arriba de su hocico; su pequeña nariz vibra y lanza pequeños relámpagos que estremecen sus grises bigotes; bigotes que envían diabólicamente rayos lascivos a su pequeño cerebro. Y del proceso, como toda buena empresa, resulta una idea irrefrenable, un hambre indisoluble. Y así, mientras el revoltijo de olores destruyen la otrora avenida Papa Frita, para dar paso a una avenida mucho más jugosa, grasosa, rebosante de líquido espeso y sucio, el brebaje de los Dioses Ratas, pero que se fusiona con el aceite podrido de los tubérculos fritos. Don Rata Euslaquio corre, corre tan rápido como sus patas de rata alfa le premiten.

Volvamos con ratita Señora Tremebunda, que en algún momento cruzará camino con Don Rata Euslaquio. Señora Tremebunda logró cruzar la calle luego del trance que supuso recordar a su madre muerta, aplastada por esos animales con ruedas. Se mueve cautelosa, esquivando las extremidades de esos seres extraños que, si bien, son menores en número que su raza, su fuerza y maldad no tienen comparación.

Ratita, esquiva, pierna peluda a la izquierda, pierna delgada y uñas sucias a la derecha; cuidado, al frente un niño con los cordones desatados, ¡a la derecha!, otra mujer con falta muy corta y entrepierna afeitada casi le pisa su larga colita. Justo después de despertar de sus cavilaciones, ratita Señora Tremebunda volvió a sentir el olor, aquel hedor que había despertado sus más bajos y bellos deseos; quería reproducirse, lamer la grasa que olía a lo lejos mientras una rata (macho) fuerte y recia le hiciera chillar como hacen las ratas que tienen muchas ratitas en sus camadas. Sus ojos negros, pequeños y profundos, se movían rápido, de izquierda a derecha; recorriendo su reino: los escondrijos, las esquinas olvidadas, sus más grandes aposentos estaban en los rincones repletos de orina; en los techos sucios y malolientes, la verdadera ciudad era aquella. Su reino.

El sol se escondía mientras corrían avenida abajo. Sólo cinco metros separaban uno del otro sus bigotes. Un intenso color naranja teñía las calles y los rincones se embetunan de un color más cercano al café, las sombras tristes tomaban su lugar en la avenida que era su reino. Arriba las nubes se tornaban grises, apesadumbradas por otro día sin lograr la conquista del mundo. Y el frío, el frío de aquella tarde invernal calaba los huesitos de Doña Tremebunda y Don Euslaquio, quienes, cansados de tanta correría, por fin sienten que su destino está cerca:

Doña Tremebunda, la ratita, siente la saliva correr por entre sus pequeños colmillos mientras corre, ahora más lentamente, hasta el lugar que su nariz le enviaba. La gente a su alrededor, como grandes estatuas de hielo a quienes se les concedió vida, no le notaban ni a ella ni a esa extraña rata que estaba delante de ellos. Rata centímetros más grande y robusta que ella. Don Rata Euslaquio mira hacia atrás, gira su elástico cuello y sus bigotes acusan a la extraña que le sigue. Se frena.

Pero de pronto el olor, la nube fétida se hace más densa; era una casa, con gente dentro y un enorme y horrible mutante en la puerta: una cabeza gigantesca que emulaba a los primos lejanos de los yecos que adornaban el cielo. Casi retrocede pero sus sentidos lo habían controlado a él y a sus pequeñas patitas. Pues, él y su seguidora entraron, se colaron por las esquinas hasta encontrar una rendija en donde el aroma de la grasa se hacía más y más placentero. Y lo encontraron: una cocina. Deambularon hasta encontrar sabrosos pollos asados unos, sin cocinar otros; Don Rata Euslaquio se saboreó los bigotes. Pero sin esperar, como quien cuida un gran tesoro dejado por piratas nórdicos, se lanza sobre Doña Tremebunda, ataca sin piedad, con las garras filosas y enviadas a matar. Doña Tremebunda reacciona y da un salto hacia atrás, diez centímetros; y corre hacia otra esquina sin perder de vista a aquellas aves jugosas. Tan veloz como pudo, impulsado por su gruesa cola, Don Rata Euslaquio se lanza otra vez al ataque, pero esta vez hay algo en el aire.

Una gran escoba le parte la cabeza, sus ideas explotan, huyen por entre las grietas y masa encefálica que embetunan el sucio piso. Un segundo golpe hace que sus intestinos salgan por atrás, dejando a su cola más acompañada. Doña Tremebunda quiere gritar, pero recuerda que las ratas no saben hacer tal cosa y por lo tanto chilla. Pero sus entrañas mandan.

Escondida se lanza sobre el jugoso pollo y grasiento, sonriente y feliz. Aterriza y en sus mofletes guarda comida mientras sus garritas desgarran el asado cuero del ave. El aire vibra y ve la escoba venir otra vez y escucha un grito. Pero corre, es más veloz y se esconde en un rincón oscuro, hasta encontrar un pasadizo que de seguro la llevará fuera. Ya en el exterior, que es de noche, mira con sus ojitos brillosos aquel pollo jugoso que ahora es trozado en cuatro, lo ve, su ave, lo reconoce por los zarpazos en su carne; ahora rodeado con aceitosas papas fritas y envuelto en una bolsa mientras un tipo alto y moreno lo lleva a su casa de merienda. Ratita Doña Tremebunda le sigue mientras babea en el camino.